jueves, 10 de abril de 2014

Sabor salado

La conocí en el borde de su piscina porque había venido a echarme la bronca después que me comportara como un impresentable. Se sentó a mi lado sin haber hablado nunca antes y al acabar aquel verano intercambiamos las direcciones para escribirnos. Ahora hace diez años desde que recibí su primera carta y la única frase que recuerdo es aquella en la que me insultaba. La cuestión era que yo estaba tan tranquilo en mi refugio de las montañas con mis amiguitos y nuestras epopeyas de bicicletas y me cambiaron de lugar y me mandaron a aquella guerra de buitres negros, zorras blancas, borrachos sin número y ni un metro cuadrado a la sombra. Me sentí tan desubicado que todo me asqueba y en vez de apreciarlo era mucho más rápido y fácil cubrirlo de estiércol y despreciarlo.

Ahora ha pasado mucho tiempo y ya no escribimos cartas, ni compartimos canciones, ni nos amamos como hicimos, ni queda medio gramo de ceniza de aquella gran hoguera, pero cada vez que la oigo nombrar o la veo en fotografías o me dejo caer por allí siento que se ha quedado para siempre circulando por mis venas la luz cegadora que baña cada una de sus calles, su sol inmenso y su finísima arena, el ensordecedor bullicio de sus chiringuitos, el remodelado paseo marítimo, las terrazas frente al mar, la rodaja de limón en el café del tiempo, los rincones oscuros de los pubs, la siesta en la terraza acariciado por la brisa, los espacios abiertos de las discotecas, las peleas por un hueco en el que extender la toalla, el reflejo de la luna sobre las olas, los campeonatos de tenis, las meriendas de chocolate, las avenidas de naranjos, el estruendo de los petardos y sus incomparables fiestas.

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